Llueve, con ese pertinaz repique de tambor que sólo la lluvia conlleva, con esa costumbre adquirida durante siglos, milenios, millones de años, con un golpeteo tenue, susurrado, que me adormece y entrega a Morfeo.
Dormir, morir, tal vez soñar: Shakespeare, ser visionario lo escribió, lo intuyó; dormir para escapar a través del sueño de la locura voraz y cambiante de lo que nos rodea, morir para este mundo y vivir otra realidad entre sueños, no sabiendo que es lo más real si lo soñado o lo vivido (acaso no vivimos también los sueños).
Pero toca despertar, la realidad se nos presenta envueltos en sábanas como un vestido tumular que nos cubre y hay que levantarse para lavarse la cara del sueño acumulado durante la noche, caminar hasta la cocina para prepararse el desayuno y entregarse a la incansable actualidad tras encender la radio. La rutina es tenaz, incansable, deliciosa, agridulce.
En nuestro cotidiano vivir solo cambian día tras día algunos matices, las noticias que nos rodean y su hipotética repercusión en nuestras vidas, repercusión que la mayoría de las veces es solo un pequeño tramite o matiz, ampliado y magnificado por los medios, un paso más hacia ningún lugar.
Cambian las cosas que hacemos a diario, o más bien como las hacemos y como nos entregamos a su realización con pasión o hastío, cambian las palabras que nos acompañan durante el día (el ser humano, ser semántico vive y es a través de las palabras), palabras que estallan, que crean, que traen nuevos significados o conocimientos a nuestras vidas, palabras que nos alimentan, que nos permiten comunicarnos y crecer, cambia todo a nuestro alrededor y sin embargo permanece inmutable, ya que nada cambia, cambiamos nosotros y mañana tras del febril, quimérico, reparador sueño, despertaré de nuevo a la pertinaz rutina diaria con los cambios que hoy haya incorporado a mi vida, con las palabras nuevas titilando como velas con una corriente de aire, acurrucadas en mi mente esperando para ser usadas.
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